jueves, 31 de enero de 2019

Mi ventana de pájaros


Hay quien tiene macetas en las ventanas. Cortinajes. Persianas. Contraventanas de madera. Ventanas que dan al sur, al norte, al callejón.
Hay quien pasa delante de su ventana sin siquiera mirarla.
Hay quien se pasa la vida mirando por la ventana. Curioso. Aburrido.
Hay comadres que usan la ventana para espiar. Al vecino. Al desconocido que pasa por la calle. 
Hay quien deja escapar su imaginación por la ventana. La sigue incierto, forjando hermosas historias a su paso.

Hay ventanas que acompañan la soledad del invierno, cuando cae la primera nieve. Pasada la euforia del primer momento, te invade el silencio, el frío. Te acuerdas de los animalillos en peligro. 
Sentada delante del ordenador, tenía a mi lado una ventana que daba a un callejón por el que nunca pasaba nadie. Decidí convertirla en mi "ventana de pájaros". Pase a llamarla "comedor benéfico de cabroncitos en acción". 
Puse comida en el alfeizar y una bolas caloríficas de grasa con semillas en lo alto. No tardaron en correr la voz. Acudieron. De uno en uno al principio, en tropel más tarde. 
Recelosos de mi, salían pitando al menor movimiento. Hasta que se acostumbraron a mi teclear , y me miraban con descaro. Como el petirrojo de la foto, que se hizo asiduo de mis festines.

Conseguí, con paciencia, retratar unos cuantos de estos pájaritos. 
Se estableció entre ellos una divertida jerarquía. 
Primero comía al trepador azul.
Le seguía el carbonero, la "mésange" encantada de los cuentos de mi infancia.
Al herrerillo lo confundí muchas veces con él, hasta que aprendí a reconocer su pequeña cresta.
El petirrojo esperaba escondido, su turno. 
Le seguía la lavandera, con su tsi-sitt característico
Encima del muro, del otro lado del callejón, esperaban con paciencia los gorriones, que se lanzaban al asalto en cuanto habían desparecido todos.


Y no podía faltar, al llegar la primavera, la visita de la golondrina de "Casa Paco", quien, año tras año, volvía en busca de su nido desaparecido.

Fueron tiernos compañeros de mis largos inviernos en la sierra.
Los echo de menos.
Aquí, me siguen en mis paseos, las lavanderas y los colirrojos. Aún no los he conseguido atraer a mi terraza, pero lo seguiré intentando, y contaré.





lunes, 21 de enero de 2019

Cuento de Majaelrayo

Saben, los que me conocen, que he vivido muchos años en un pueblo de la Sierra Norte de Guadalajara: Majaelrayo. Álvaro y yo nos hicimos ahí promotores culturales, organizando todo tipo de eventos, entre ellos unos celebres "Mercadillos de Trueque". 
Los días de Mercadillo se armaba un jaleo impresionante. Chechu y yo organizábamos comida para todos, por la tarde , a veces, danzas del mundo, y luego todos terminaban la jornada en nuestra casa, tomando té, o chupitos. Eran buenos tiempos.
Me encontré con este cuento, que escribí al día siguiente de uno de estos mercados . 
Lo llamaré pues:

EL CUENTO DE MAJAELRAYO

       Estaba yo limpiando la parte baja de mi casa. Ya sabes que tengo en mi casa dos partes, la de abajo y la de arriba. No las suelo, por razones obvias, limpiar a la vez, ya que me pasaría el rato subiendo y bajando, lo que alargaría innecesariamente el proceso. Un día limpio la parte de abajo,  al otro, la parte de arriba. Aunque, cuando limpio la parte alta, me paso el rato subiendo y bajando, pues cuando me doy cuenta que me he dejado el plumero en la otra parte, bajo corriendo con el trapo  en la mano, recojo el plumero y cuando llego arriba resoplando, me he dejado el “quita polvos” en la parte baja.
       No sé si me entiendes. Quizás, llegado a esta parte del relato, decidas abandonar la lectura, lo que comprendería sin ofenderme, pero yo sigo. Estaba , decía yo, asidas las dos manos a la escoba en la parte baja de mi edificio, barruntando para mis adentros no sé qué de un mercadillo de trueque, gente entrando, saliendo de mi casa, y hay que ver cómo me han dejado el suelo. 
      Asidas las dos manos a la escoba, no por nada, sino que no quiero que se me escape, que una vez intenté barrer con una mano mientras con la otra sacudía el polvo y cómo bien sabes, no tengo mucha habilidad en eso de la coordinación gestual, pues acabé limpiando el suelo con el trapo quita polvos, mientras intentaba sin éxito pasar la escoba por la mesa del comedor, que no es un comedor, es una mesa puesta en la entrada de la casa, pero como si lo fuera. En una de estas, se me fue la escoba al suelo, el trapo por los aires, y cómo que no sabía ya con qué mano recoger cada cual. Esta vez no, pensaba yo.  Asía con fuerza la escoba con las dos manos, que vaya si no se me escapa.  Cuando unos ruidos inusuales que venían de la parte alta me llamaron la atención. 
        Primero fueron los gatos que bajaron corriendo y con cara despavorida los escalones. Corriendo no es la palabra exacta, ni la cara despavorida tampoco. Resbalando diría yo, y como bien se sabe los gatos no dejan pasar expresión ninguna por su cara, pero los que los conocemos bien, notamos un no sé qué en los ojos, las orejas y sobre todo el rabo que se les queda cómo el plumero que esta vez no se me había olvidado en ninguna parte.
        “Ohlala! Mais qu’estc’quis’passe” exclame yo en el mejor francés que todavía conservo. No así los gatos que, bien saben los que los conocemos bien, no se paran nunca a pensar qué pasa cuando intuyen un peligro. Optan inteligentemente por huir, sin más. Siguieron a la espatarrada gatunil unos cloc-cloc y cataplum-cataplum de lo más inquietantes. Solté la escoba asida por mis dos manos y me preparaba a subir las escaleras de madera que conducen a la parte alta cuando me aparecieron por el hueco de la escalera, una tras otra, y algunas en conjunto, la familia de ovejitas que tengo yo apostadas en la viga maestra que sostiene la escalera. Las tengo yo ahí apostadas desde que me aparecieron después de un mercadillo de trueque. 
   
   Después de un mercadillo de trueque te aparecen un montón de cosas. Te preguntas que para qué necesitabas tú una familia entera de ovejitas, pero que después de un mercadito de trueque no es cuestión de preguntarse nada de eso. También me apareció un día una virgencita de Uzbekistán que, siendo como soy yo totalmente agnóstica, no se entiende muy bien qué gracia encontré yo en llevarme una virgen, de Uzbekistán o de dónde fuera, a mi casa, si bien la virgen en cuestión luce una sonrisa pícara que igual lo que me trocaron como virgen era otra cosa distinta. Pero bueno, la virgencita Uzbekistán, la puse dónde los Budas de mi padre y queda ahí muy bien. Vamos que parece que se encuentra a gusto. A mi padre, váyase Vd. a saber por qué, le gustaban mucho los Budas. También solía hacer yoga, y tenías que avisar a los desconocidos cuando los llevabas a dormir a casa.
Sobre todo cada vez que llevaba un nuevo marido a casa de mis padres. Que mis padres, para eso eran padres, nunca preguntaban, ni interrumpían sus actividades cotidianas por ello. Y tenías que avisar, pues mi papa solía hacer yoga a eso de las cinco de la mañana en el salón de  casa. Y claro, si te levantabas presa de alguna urgencia y te encontrabas al suegro haciendo el pino a oscuras en el salón, pues te asustabas. También hacía ejercicios de respiración, aporreándose el pecho primero, para luego soltar el aire de golpe, haciendo un ruido parecido al barrito (no confundir con el Barito que es cómo llamo yo cariñosamente a mi parte contraria) de los elefantes, que los elefantes barritan, y no barren, como acabo de comprobar en el diccionario. Y si no avisas, cuando el marido de turno se despierta a las cinco de la mañana pensando haber oído barritar un elefante, se asusta. Y un nuevo marido asustado no mola.
        Volviendo a la parte maestra de mi relato, la trama diría yo (que estoy haciendo un curso de escribir guiones), notarás que te he dejado en “suspense”. Hitchock decía que el suspense era cuando el protagonista estaba sentado encima de una bomba, y lo sabía el espectador pero no el protagonista. Pues yo me sé el final del relato pero tú no, y eso es porque he creado un “suspense” de que te cagas.
       Estaba subiendo uno a uno los peldaños de mi escalera de madera. Teniendo en cuenta la descoordinación gestual que me acompaña, lo hago muy despacito y con cuidado de poner un pie tras otro y no los dos a la vez, ni uno sólo, porque si dejas, el izquierdo pongamos por ejemplo, quieto en un escalón e intentas subir con el derecho, llega un momento en que tienes el derecho tres escalones más arriba que el izquierdo y se te compromete todo el equilibrio corporal. Pero para eso, mejor te lees “instrucciones para subir una escalera” de Cortazar Julio, que lo explica mucho mejor que yo. 
       En eso estaba, al tiempo que iba recogiendo las ovejas locas que se despeñaban escaleras abajo. Ya se sabe que las ovejitas no lucen inteligencia alguna y hacen lo que vieren, ya sea tirarse al agua si el primero que pasa por ahí lo hace, o por el hueco de la escalera detrás de unos gatos en fuga si eso es lo que toca. Balando a todo balar, que las ovejas balan lo acabo de comprobar en el diccionario, creando a su paso una cacofonía espantosa.
      Pero estaba equivocada. Cuando llegué al final de la peligrosa escalera, sosteniendo como podía las ovejitas, la planta alta de mi edificio, en la que de normal reina una calma casi monacal (ver el apartado de los budas y la virgen de Uzbekistán) bullía de agitación. Los ositos llorando llamaban a su mamá, escondidos debajo de la cama. Todos los animalitos a corro grita
ban socorro. La muñeca flamenca que no me acuerdo yo de dónde la saqué, blandía una banderita de Georgia. No me preguntes qué hago yo con una banderita de Georgia en la planta alta de mi edificio, pero blandía la banderita con cara de indignación. Como flamenca que es tiene siempre cara de sufrimiento, chillando “¡Que les corten la cabeza, que les corten la cabeza!”.
      Presa de pánico, no me paré a pensar cómo es que una muñeca flamenca se entrometía así emulando a la reina de un cuento de la más pura tradición inglesa, sino que dejé por un momento mi gesto en suspenso, abriendo la boca en forma de o prolongada, aturullada por el espectáculo. Cuando recuperé la compostura, giré lentamente la cabeza, barriendo con la vista la parte alta de mi edificio, intentando encontrar la razón de semejante alboroto. Hasta que el giro de mi cabeza se paró en un punto especifico, topando mi mirada con algo que no se esperaba topar. 
       Imagínate que ahí, en la viga maestra que sostiene mi escalera de madera, dónde la familia de ovejitas había dejado un hueco, se hallaba  nada menos que ¡una pareja de leones!¿ De dónde habían salido estos leones? me preguntaba yo, al tiempo que todos los animalitos a coro . Eran dos leones de madera pintarrajeados de guerra, apostados en una actitud que quise interpretar como amenazante, presa del pánico momentáneo, pero que al acercarme y mirar mas detenidamente, encontré de lo más tierna.
-“¿Qué hacéis aquí?”, les increpé en tono severo, intentando mostrar mi lado más castigador de madre castigadora.
-“No sé”, contestó el primero
-“No zé” contestó el segundo que seseaba un poco
      Me hago cargo que después de un mercadillo de trueque no es cuestión de preguntar de dónde salen las cosas, pero aquello me parecía el colmo. Las preguntas inquisitivas brotaban de mi ser cual chorro amenazante, a lo cual los dos leones,  respondían invariablemente lo mismo.
-“Nosé...” -“No zé”...
        El seseante ya hacía pucheros, conteniendo el llanto. Aquello reblandeció mi alma, o lo que sé yo que se te reblandece cuando ves que alguien, aunque sea un león, está a punto de echarse a llorar. Me salió el lado más consolador de madre consoladora y alargue la mano en una caricia.
-“Yo también quiero”, susurró tímidamente el primero. Alargué las dos manos e hice lo que intuí que a los leones, por felinos, les podría gustar. Les rasqué las orejitas con cariño y brotó de aquellos dos intrusos contritos un ronroneo de lo más gatuno. Lentamente salieron los ositos de debajo de la cama, la muñeca flamenca trocó el gesto de indignación georgiana por su habitual gesto de sufrimiento, y las ovejitas descolocadas dejaron de balar. El silencio monacal de la parte alta de mi edificio sólo se veía roto por los ronroneos apaciguadores de mis dos flamantes leones. Dejé la familia de ovejitas, padre madre e hijos, otra vez en su sitio y coloqué entre los dos nuevos inquilinos la banderita de Georgia en son de paz y armonía.
        Podría decirse que en ese punto de mi relato se acaba la historia, si no fuera por qué ahora, cada vez que después de un lento peregrinar por mi escalera, llego al silencio monacal de la parte alta de mi edificio, veo a dos leones de madera, pintarrajeados de guerra, uno más grande que el otro, y me pregunto: 

                   " ¿DE DÓNDE HABRÁN SALIDO?"

 





sábado, 12 de enero de 2019

À ma mère

Venimos del largo paseo de tarde. Por el Camí de la Faixa. Lolita olisqueando todo el camino. Se pierde , vuelve, nos espera. Saluda unos paseantes de lengua extraña que nos cruzamos. Juega su papel de perrita buena y  pizpireta que le ha tocado en la vida.
Estamos a mitad de enero, y para mi el mundo se abre a la esperanza de una primavera futura. Recojo diminutas flores, de los que hago diminutos ramos, en copas diminutas. Los deposito siempre en el mismo lugar. A los pies de la muñeca de trapo que me recuerda a mi madre. Es mi particular homenaje.
Porque a mi madre le gustaban las flores. Las violetas y las lilas. Ponía cara de gozo cuando le traíamos algún que otro ramo. La única cara de felicidad que le recuerdo. Madre triste, apagada, cargada de recuerdos que le oprimían. Madre apostada a la ventana , viendo entrar  las telefonistas al trabajo por el patio trasero de la oficina de correos, arriba de la que nos alojábamos. Madre que nos decía, en su amarga soledad de ama de casa viajante, siempre  de un lado para otro: "No dejéis de trabajar fuera de casa". Añoraba el contacto con la gente, tener alguien con quien hablar, vivir para ella misma.

Madre que se convertía en cruel madrastra bajo los efectos del alcohol que, a escondidas, la iba minando. Madre de pesadillas, en las que iba de su mano, y de repente me daba cuenta que se había transformado en la otra, la cruel, la malvada. Me despertaba gritando, llorando.
Padres desamparados, que no sabían enfrentar esta situación. Ni me sabían mantener al margen, a mi, la pequeña, la que todavía vivía con ellos su madurez. Los 3 otros se habían marchado tiempo atrás.
Pobres padres desamparados que habían sido jóvenes valientes. No habían dudado en embarcarse para Tahití en el año 33, en busca de una vida mejor. Doce años vivieron ahí. Doce años que marcaron sus vidas y la de mi hermana mayor, la pequeña salvaje, que nunca se adaptó a la vida de la "Métropole".
La vuelta a la monótona vida de ciudades de provincia  en el 56, después de otra aventura por el Caribe, le costó a mi madre una melancolía perenne.  Ahogaba su dolor en todas las botellas a su alcance. Las escondía debajo de la pila, dónde yo, niña de 9 años, las descubrí un día,. Entendí entonces que la melancolía de mi madre no se debía a su "enfermedad" como la llamaba mi padre. 
Pero, yo me fui también de casa y creo que supuso para ellos un alivio. Solos frente a frente, supieron encontrar la solución a los desvaríos de mi madre. Acudieron a una clínica especializada. Todo se resolvió.
Con mi madre por fin curada, abordaron una jubilación prometedora. Se fueron a vivir a la Costa Azul. Otra vez el mar y el sol, que habían anhelado desde que volvieran de las islas.
Mi madre me pidió perdón, y le perdone.
 Pero los años de excesos habían minado su salud. Frágil, no pudo disfrutar de su vejez apaciguada. Le hubiese gustado ir a una ciudad, con oferta cultural, con escaparates por los que pasear, pero nunca se atrevió a decirlo en voz alta.
Se fueron cerca de Angoulème, en otra casa de campo de la que casi nunca salía. Se limitaría a vivir sentada en un sillón, haciendo crucigramas y leyendo.
Pero le seguían gustando las flores. Escuchaba los mirlos por la ventana de la cocina, los rumores del bosque cercano.  
Con los ojos llenos de infancia, se le iluminaba el rostro cuando, cada año, exclamaba:
"Ça y est, le printemps est arrivé ",
al ver la primera golondrina.

martes, 8 de enero de 2019

La que se avecina

Hace un par de años. Era verano y estábamos en una fiesta de pueblo. Unos amigos nos presentaron una mujer joven, abogada creo recordar, atractiva. Hablamos. Parecía que nos entendíamos. Ella estaba separada y tenía dos hijos. Hablamos de educación, de la escuela Montessori, de la escuela publica, una conversación amena.
No recuerdo como llegamos a ello, pero le hable de mi juventud. De como el mayo 68 había supuesto para mis 17 años toda una revolución. Mi despertar a la lucha contra el poder establecido, y sobre
todo a la conciencia feminista. Como toda mi vida había sido guiada por estos preceptos y la lucha que no había terminado.. Se puso en guardia. Me dijo que estaba muy equivocada. Según ella, esta lucha feminista estaba pasada de moda, ahora las mujeres, decía, "no tenemos ningún problema".
Le rebatí amablemente su discurso, haciéndole ver todas las metas que nos faltan aún por conseguir.
"¡Ah.. entonces tu eres una feminazi de esas!"
Era la primera vez que me llamaban así.
Me quedé de piedra.

lunes, 7 de enero de 2019

Punzadas

Me quede en el puente siguiendo el coche que se alejaba. Se iban, me dejaban. Había soñado con este momento tantas veces. Había deseado con tanta fuerza esa libertad. Fuera de las ataduras familiares. Fuera por fin de la tortura diaria infligida ¿Qué me encontraría al llegar a casa? Los gritos. Los silencios cargados de reproches. Ponía la mente en blanco, apretaba los dientes, y aguantaba. Parecía que me rompía por dentro. 
Pero lo que sentía en el momento en que desapareció el coche fue muy   distinto. No había alegría, ni libertad. Había un grito, un llanto que no podía dejar salir. Los querría, y no se lo había dicho. Los echaba de menos desde ese mismo instante. Me quedaba sola, en un país extraño , con un desconocido a mi lado. 
Era el año 68. 
Mis padres me acababan de dejar en Madrid, la ciudad de color de rosa que me había parecido tan bonita. 
Tenía 17 años y una bola en el estomago que me impedía respirar.